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Isabel habla de María

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Isabel habla de María

No sabían qué hacer con el perro y por eso lo trajeron. Me dieron pena sus huesos como espinas listas para atravesar la piel: si es cierto que todo se parece a su dueño, María debe haber lucido muy mal antes de morir. Ella, que se ufanaba de su belleza. ¿Qué habría dicho si, cuando reclamaba mi trono, hubiera sabido la manera en que iba a terminar? ¿Qué habría dicho si alguien le hubiera mostrado a su falderillo en el estado lamentable en que llegó a palacio esta mañana?

“Querida prima”, me decía. Su voz era siempre tersa, como si al hablar quisiera tejer un manto de angora y abrigar a quien la oía. Pero pronto me di cuenta de que sus palabras no sólo podían tejer belleza sino, como aspirante a parca, con ellas pretendía sostener y cortar los hilos de la vida. Yo era su querida prima y sin embargo quiso matarme. Arrebatarme el reino, imponer su credo, hacerse pasar por santa. Pero mi padre no luchó en vano y es mi deber vigilar que su legado no se pierda. En Inglaterra no hay lugar para otra virgen de piel y sangre noble.

Firmé con gran pesar su condena. Cuando yo la llamaba “querida prima” era porque en verdad la amaba. ¿Cómo no enamorarse de ella? Toda la hermosura que hubo alguna vez en nuestra familia fue a condensarse en su rostro. La perfección de sus modales, su inteligencia y su valentía me hacían temblar. ¿Cómo podía envidiarme ella, que nació reina, a mí, tan poco majestuosa a su lado? ¿Cómo se atrevió a pensar que no me defendería? De mi padre aprendí que se puede vivir sin lo que se ama cuando estorba. De ella aprendí que no puede haber dos reinas en la misma isla. Mi victoria la comparto humildemente con ellos y con Dios.

El mensajero me relató la escena de la muerte de María. Mi querida prima caminó despacio -orando- hacia el verdugo. Tras el golpe, su cabeza cayó al piso, pero sus labios siguieron rezando. O acaso maldiciéndome, pero su rostro -¿angelical aun sin cuerpo?- hizo que sus fieles se arrodillaran a adorarla, creyendo que atestiguaban un milagro. Ay, amada María, vanidosa hasta el final, ¿qué habrías hecho si, en vida, hubieras tenido una visión de tu muerte? El verdugo alzó la cabeza asiéndola por el cabello, y cuando parecía que ya no era posible nada peor, María perdió la cabeza otra vez. Ante la sorpresa y el horror de los testigos, la peluca con que mi prima pretendió ser bella hasta el final la traicionó, y se quedó enmarañada entre los dedos del asesino, mientras que la cabeza desnuda y con los labios todavía moviéndose, rodó hacia el lodo. Siempre tengo que cerrar los ojos cuando evoco esta imagen. Qué manera de perder la dignidad.

El perro no había comido desde que murió María. Alguien dijo que su fidelidad hacia ella era parecida a la de sus súbditos, que todavía la lloran. Yo sé lo que es sufrir así; yo también lloré por ella. Por eso, una vez a solas, tomé al perro entre mis brazos y lo estuve acariciando largo rato, hasta que dejó de estremecerse. Entonces cerré mis manos sobre su cuello y lo apreté hasta que dejó de respirar. Estaba tan débil que su lucha acabó pronto. Su cabeza descansó sobre mis manos relajadas, y por un momento, a diferencia de su dueña, recuperó su antigua belleza. Nadie sabrá que se orinó de miedo; no dará más lástima. Así habrá que cercar a los fieles de mi querida prima, y ayudarlos a terminar con su terrible pena. Será, también, un acto piadoso.

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